3 oct 2009

Viejos de colores: Varios por fuera, marroncito por dentro

Apenas entró en la librería, tuvo la sensación de que había algo distinto. ¿Qué sería? Trató de formar la imagen mental de las estanterías que cubrían las paredes: no, estaban igual. Miró hacia el techo: las hileras de alambre que lo surcaban de una punta a la otra estaban como siempre, y las revistas panza abajo, mostrando sus portadas protegidas con celofán, seguían allí.

¿Qué era lo diferente esta vez? Las cajas con los libros "infantiles" (Anita siempre pensaba la palabra infantil entre comillas, al menos cuando a literatura se refería) seguían en la entrada, a la derecha; las revistas de crucigramas, a la izquierda. El viejito color borravino estaba junto a las revistas de manualidades, separando con parsimonia las de porcelana fría de las de arte country. El viejito plateado estaba ordenando las cajas de los libros más baratos, de esos a los que les falta la tapa o tienen demasiado olor a humedad. Y Ernesto, como siempre, estaba arrodillado entre dos de las estanterías bajas que inundaban el centro del local, buscando quién sabe qué.

El caballero teñido de negro alzó la cabeza, y vio los ojos a Anita encontrando los cabellos desordenados del muchacho, y en un instante dejó la parsimonia de lado, para salir disparado hacia donde estaba su amigo canoso. Lo agarró del codo como sólo las personas de edad saben agarrar, y arrancó hacia la puerta del local. Fue entonces que volvió la sensación de cambio.

—Bueno, muchacho —gritó, casi cantando, y mirando hacia donde estaba Ernesto—, cuidenos el fuerte...

Anita siguió el camino de los viejos de colores con asombro. Los vio salir del bracete, compartiendo esa sonrisa cómplice que ya les había visto compartir más de una vez. Con el asombro aún a cuestas, se acercó a su amigo. Esa sensación de que algo había cambiado se hizo más intensa: Ernesto no estaba buscando nada.

Estaba arreglando libros. Un pincelito en una mano, una tira de papel finito finito en la otra. Un frasco lleno de un engrudo grumoso se hamacaba de forma peligrosa sobre una pila de ejemplares, algunas con tapas color libro viejo, y otras que parecían a lunares. Y un montón de pedazos de papel de todas formas y tamaño se asomaba por el bolsillo de los vaqueros casi tan gastados como aquellos libros.

El pincelito con engrudo iba y venía con suavidad por uno de los dobleces de la parte escondida de una sobrecubierta envejecida. Todos los demás estaban desprolijamente emparchados, pero al menos la pobre sobrecubierta seguía siendo una, algo que, al parecer, varias en la pila tambaleante no había logrado. Anita miraba el trabajo con mucha atención, intentando que su amigo no se diera cuenta. Nunca había visto a Ernesto haciendo manualidades. Era desastroso, pero intentaba. Ella no pudo evitarlo, y se le escapó una risita.

Ernesto la miró desde el piso, y dio un salto, lleno de alegría. Acertó a detener el frasco de engrudo antes de que cayera, pero cuando quiso tirar uno de los papeles de su bolsillo al piso, cayeron todos. No le importó: puso frasco y pincel arriba de ese ramillete de tiritas. Y tomó las manos de Anita entre las suyas, y la miró a los ojos, y preguntó:

—Ahora que soy librero... ¿querés ser mi novia?

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